Martín Esparza Flores Revista Siempre
Cuando empresarios norteamericanos
presentaron a Sebastián Lerdo de Tejada su solicitud para iniciar la
construcción del ferrocarril que uniría el país con Estados Unidos, el
sucesor del presidente Benito Juárez acuñó la histórica frase: “Entre la
fuerza y la debilidad, conservemos el desierto”.
Desgraciadamente para México, la conseja
fue desoída con el arribo de Porfirio Díaz al poder, pues no sólo
alentó el levantamiento de una línea ferroviaria hacia el vecino país
del norte sino que además abrió las puertas a la inversión extranjera y
reconoció la deuda externa que Juárez desconociera con los países
agresores durante la Guerra de Reforma, lo que propició que de la noche a
la mañana, en 1890, la deuda pública se triplicara a 126,9 millones
pesos, llegando a finales del siglo XIX a 350 millones de pesos, cuando
la paridad con el dólar era de uno a uno.
El entonces secretario de Hacienda, consejero personal del tirano Díaz y líder de los llamados Científicos
—los tecnócratas del naciente del siglo XX—, José Yves Limantour,
convenció al entonces presidente de comprar a los inversionistas
extranjeros instrumentos de crédito llamados “debentures” expedidos a
favor de la Compañía Ferrocarrilera Interoceánica así como acciones de
la empresa Ferrocarril Nacional.
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